Hubo un tiempo en que...

Hubo un tiempo en que sus nombres se mencionaban con devoción y respeto. En que se enunciaban a gritos en los campos de batalla y se veneraban en los templos. Hubo un tiempo en que eran susurrados en los callejones oscuros y en los oídos de los amantes. Que mencionar sus nombres garantizaba el honor de quien los usaba, o provocaba la risa de una multitud. Que se invocaban para garantizar una buena cosecha, o como guarda contra la enfermedad. En que aprendimos con sus historias a vivir, a sentir y a ser.
Hubo un tiempo en que hablar del trueno era hablar de los golpes de Mjolnir, o que los rayos eran la ira de Zeus. En que el sol se alzaba no como una esfera en llamas a millones de kilómetros, sino porque la barca solar de Ra surcaba los cielos o se reflejaba en su espejo el brillo de Amaterasu. En que los bosques no eran superficies que talar sino el territorio de caza de Cernnunos, o las tierras protegidas de Sylvanus. En que sabíamos que al morir caeríamos en el reino de Ah Puch, o quizás descenderíamos a la rueda kármica esperando renacer. Que no dudábamos de que Nu Wa había restaurado el cielo, o que los niños deformes debían sacrificarse a Baal porque así garantizábamos el bienestar de la comunidad. Que maldecíamos el nombre de Cheronbog y pedíamos que el Barón nos guiase en las fiestas.
Hubo un tiempo en que ellos caminaban entre nosotros.
Pero esos tiempos se han acabado. A todos les hemos dado la espalda. Ya no tememos la flecha certera de Artemisa al pasear por el bosque, igual que no pensamos en La Morrigan al ver un cuervo. Vino el dios crucificado y se los llevó a todos, vino el dios del desierto y quemó sus tierras, vino la ciencia y nos hizo olvidar sus historias. Supersticiones. Habladurías. Relatos étnicos de otros tiempos. Mitología. El mundo perdió su brillo, perdió su magia y no nos dimos ni cuenta.
Pero ellos no nos han olvidado. Aún caminan entre nosotros, entre los rascacielos de Nueva York y las montañas del Himalaya. Sus intrigas aún afectan los gobiernos escandinavos y los ejércitos de los cárteles mejicanos. Sus palabras aún se pueden escuchar en las charcas contaminadas y en los bosques talados. Porque ellos crearon todo esto y ellos siempre han sido sus dueños. Y nosotros, pobres mortales, lo hemos olvidado.
Hubo un tiempo en que se les reverenciaba y adoraba. En que procreaban con los mortales para generar héroes de leyenda. Aquiles, los Gemelos Heroicos, Ragnar Lothbrok... nombres que la historia considera mito, pero hubo un tiempo en que los mitos eran reales. Guan Yu dirigió los ejércitos chinos durante el periodo de los Tres Reinos y Hércules realmente superó las doce pruebas que se le pusieron delante. Odiseo tardó diez años en regresar a Ítaca desde conquistar Ilyon y Arturo tuvo una espada regalada por una dama del lago.
Pero ellos no han olvidado. Ellos siguen entre nosotros, y sus hijos también. Y tú eres uno de ellos.

Memoria y Pensamiento

Hugin y Munin sobrevolaban la fría noche, batiendo sus alas con fuerza mientras sus miradas poderosas recorrían las calles bajo ellas. Uno más educado, casi británico, el otro menos cortés, pero siempre hermanados. Y siempre al servicio del Allfather, el Dios tuerto, como en aquella noche en que sus vuelos los llevaban por las calles neoyorkinas. 
Era difícil imaginar que en esas calles mundanas de Midgard, lo portentoso podía darse. Entre las sirenas de la policía y el olor del puesto callejero de perritos calientes, lo sobrenatural se movía en sus violentos espasmos. Allí, en el mundo medio, se luchaba la misma guerra que en Asgard o en Helheim, en el sobremundo y el inframundo, atados siempre por Yggdrasil. Y, posados en un balcón de metal, les era fácil notar lo que a ojos meramente mortales pasaba desapercibido.

Por ejemplo, en el callejón bajo ellos, un hombre luchaba contra un grupo de maleantes. Cualquiera que lo viese pensaría que era un soldado entrenado, quizá un miembro de los Seals o alguna otra unidad de élite; a sus ojos pasaría probablemente desapercibido que luchaba con una espada antigua, corta, propia de las legiones romanas o de las falanges griegas cuando no luchaban con lanza. Era obvio para los cuervos que por sus venas corría la sangre de algún Dios de la guerra, acaso Belona o Ares, por cómo sus estocadas certeras y violentas destrozaban a sus atacantes que, igual que él, poco tenían de humanos. 
Pero no se encontraban en Midgard por ese humano. No. Tenían un encargo, pues en algún lugar de la ciudad se suponía que debía estar el nuevo hijo de Thor, que su padre consideraba que finalmente estaba listo. Era hora de indicarle donde tenía los regalos que le correspondían por herencia, y que ocupase su lugar en el frente de la más tremenda e invisible guerra de todas. Pero, a ojos de los dos pájaros, estaba claro que ese joven ya había abandonado la ciudad y había marchado antes de tiempo a las montañas. 
"Si es que ni en las jodidas profecías se puede confiar ya" pensaba Hugin, mientras Munin recordaba tiempos en que las cosas eran bien diferentes. Con un revoloteo, ambos batieron sus alas y se alzaron hacia el cielo nocturno. Abajo quedaba el solitario hijo de algún Dios, luchando contra aquellos enemigos oscuros. Pero esa no era la misión de los cuervos, fuera quien fuese el padre de aquel hombre, si se preocupaba por su descendencia ya se encargaría de enviar algún emisario para que le ayudase.

Ambos sabían que eso era extremadamente improbable. Que en aquella cruenta guerra que se luchaba, entre dioses y titanes, la muerte de un héroe joven apenas se notaría. Demasiados caían ya en los campos de batalla y cada vez se engendraban menos... el tiempo se agotaba. Era necesario que nuevos ocupasen el lugar de los caídos, y entrasen en el conflicto, pero eso era extremadamente peligroso para ellos y difícil. Nacían capturados en medio de las maquinaciones de sus padres divinos y sus rencillas, entre el deber de luchar en la guerra y la envidia y temor de los poderosos. No era fácil no, y la mayoría de ellos no sobrevivían a las pruebas del comienzo de su camino. Pero aquellos que lo lograsen, con suerte se convertirían en semidioses o incluso seres plenamente divinos, dispuestos a luchar y a defender Asgard, el Olimpo, o los Palacios en el Cielo.

De momento, los dos cuervos marchaban al norte, a buscar a aquel que Thor había escogido... probablemente, como solía ocurrir con el dios del martillo, fuese un inocentón bonachón y fuerte; listo para ser aplastado entre los engranajes de una guerra que requería no solo fuerza sino también inteligencia y saber hacer. Solo podían esperar los cuervos que el joven encontrase otros como él pronto, y que juntos pudiesen enfrentarse a las complicadas pruebas por venir.
Porque si Asgard mismo estaba asediada, la llave para su defensa bien podría encontrarse en las tierras a menudo ignoradas de Midgard. Entre héroes y mortales, ignorantes de las criaturas que se movían entre ellos. Puede que no los mortales no lo recuerden ya, pero en los picos de las montañas canadieses anidan los rocs, igual que en los cuevas de las profundidades de la Amazonia aún viven los camazotz, y los gatos aún son considerados sagrados para unos pocos de los habitantes de El Cairo.
Con un batir de las alas, dejaron la ciudad atrás y comenzaron a surcar el espacio camino de las montañas distantes. Portavoces del Destino, llevando un mensaje al cual ellos eran ciegos. Porque fuera lo que fuera que deparasen los hados, las Nornas no lo decían, ni siquiera a los Dioses.

Tinta de Leyendas

Bienvenido a estas páginas, te voy a contar una historia que sin duda es extraña. Una historia escrita en la tinta especial con que se narran las leyendas, de la cual yo solo soy la cronista privilegiada. Muchos que lean este texto pensarán que esta joven periodista griega ha hecho un fascinante trabajo mezclando la realidad de estos años con la fantasía, para crear una narración cautivadora y llena de magia. Y está bien que así sea.
Pero la realidad es mucho más compleja que eso pues, en ciertos niveles, todo esto ocurrió tal como lo cuento. Por mucho que el tiempo haya cambiado las interpretaciones, hubo un momento en que esta gente existió, fueron de carne, hueso e ícor. Vivieron, amaron, sufrieron, como todos nosotros, pero de una manera completamente diferente al mismo tiempo.

Hablaremos de los portentosos avances en el estudio del cáncer que se llevaron adelante en el MIT liderados por un grupo de jóvenes brillantes, encabezados por uno que eventualmente se volvió loco y acabó escribiendo cosas incomprensibles. O la historia del surgimiento del famoso grupo Praise the Sun, cuyos álbumes han vendido millones de copias por todo el mundo, y que todo el mundo considera un grupo de frikis con referencias a Dark Souls y otros videojuegos. O del último éxito del cine de Hollywood, Marrying the Lady of Fire, esa intrigante película romántica y maravillosa, que surgió de la mente de algunos de los mejores guionistas del mundo y ha arrasado en taquilla y en los Oscar.
Porque, bajo su apariencia cotidiana, se esconden historias que por reales, no resultan creíbles.
Caminaremos por la tierra de las leyendas urbanas, en los lugares donde aún se recuerdan ciertos elementos que el mundo moderno considera imposibles. Desde los templos de Kyoto donde los rumores cuentan que en una noche sin luna todavía se puede escuchar el entrechocar de las katanas, a los campos de Irlanda donde se narra la historia de la joven que hacía florecer las plantas y devolvió la fertilidad a la tierra. O en Nueva Orleáns, donde se susurra el nombre de la hougun que podía devolver la vida a los muertos pese a su pálida piel y su cabello rojo.
Porque todo esto pasó. Yo lo vi. Yo estaba ahí. Y por eso, ahora, lo cuento.
Yo estaba ahí el día en que Al-Sisi fue asesinado después de transformarse en una serpiente gigante, o cuando el dios chacal del desierto acudió para llevarse un alma gritando al Duat. Y si no escribo su nombre, es porque es parte del poder de las deidades de los faraones el incrementar su posición simplemente porque su nombre sea escrito, y desconozco cómo se encuentran ahora los conflictos entre los señores del Nilo. Y, desde luego, no quiero atraer la atención del Destino sobre mi con un acto tan descuidado.
Las antiguas religiones siempre le daban vueltas al Destino y eso es por una razón. Porque el Destino es real, no como una fuerza que lleva al orden, sino como un niño pequeño que quiere que le cuenten una buena historia. Un niño con el poder más absoluto de todos. Un tirano universal. Yo le he visto derribar un avión en el aeropuerto J.F.K., y aún ahora se pueden encontrar algunos supervivientes que contaban que una chica irlandesa había evitado que se estrellase contra la pista. Y aunque siempre se dice que fue debido a un escape de gas causado por las imprevistas lluvias, cuando las calles de Las Vegas explotaron fue debido a que bajo las mismas había una hidra con hambre.
Todo esto, y mucho más, ocurrió. Desde el conflicto de misiles de Corea del Norte por culpa de un pergamino extraviado, a los cambios en la política rusa por una sangre que es propia de gigantes. Desde la construcción del nuevo Coloso de Rodas a los misteriosos sacrificios rituales de una asesina arrepentida en las pirámides mayas. Desde las giras masivas de youtubers a favor de la ecología y otras causas, a la reconstrucción de Haití tras una tormenta como ninguna que se conociese. Porque todo esto no ocurrió como cuentan los historiadores, sino como narran las leyendas urbanas, por eso usan una tinta especial. Nosotros ya no creemos en ellos, pero ellos siguen existiendo y escriben con su propio ritmo sus historias y enfrentamientos.
Porque los dioses son veleidosos, ambiciosos, egoístas, cortos de miras y conflictivos. Justo como nosotros los soñamos. Sus pisadas invisibles siguen recorriendo el mundo con susurros llevados en las alas de los cuervos del dios tuerto o de las tres mujeres del destino. Como nosotros los mortales, son capaces de las mayores proezas y de las mayores aberraciones, pues mueven los hilos de las historias que el Destino quiere ver. Y luego nosotros las contamos en torno al fuego, como si solo fueran relatos de entretenimiento, pero al mismo tiempo son mucho más que solo eso.
Ya Jung hablaba del inconsciente colectivo, pero fracasó a la hora de entender lo profundo que iba esa madriguera de conejos a la que yo, como Alicia, fui lanzada a raíz de una entrevista. Porque si bien el mundo es como lo conocemos, al mismo tiempo es muy distinto y portentoso. En las calles habitan traficantes de droga que venden agua del pozo de las profecías, las hadas aún se llevan niños en sus círculos de setas, y el Emperador de Japón realmente es hijo de la Dama Sol. Hay quienes temen con razón que desde el arcoiris suene el cuerno que marque el final del largo invierno y del mundo, igual que otros temen el momento en que la falta de sangre evite que el sol se alce por las mañanas. Porque, aunque no lo recordéis, ya ocurrió que el sol no se alzase y el halcón tuerto tuviese que salir a buscarlo por el mundo.
Así que acompañadme en estas páginas, creáis o no mi historia, porque simplemente por contarla el mundo entero cambia. Porque la magia vuelve a las calles de las que nunca se fue. Porque las Olimpiadas siguen conmemorando al dios del arco y la lira, y Marvel llena los cines con las historias del portador del martillo. Porque antiguos poderes se han refugiado en una Roma que pierde su magia como parte de una guerra cuyas apuestas son la misma realidad en la que vivimos, y oscuras deidades maquinan en el desierto que una vez fue Babilonia. Y, al final, la sonrisa del rey de las mentiras sigue causando desconcierto de un lado a otro del mundo, desde los ordenados miembros de la gran burocracia a las arañas que habitan en África.
Y todo comienza en un orfanato de Nueva York, donde tres niños van a cruzar sus caminos tal y como sus inmortales padres habían diseñado. Tres niños que luego serán seis, y cuyos nombres hoy en día ya no se recuerdan pero cuyo paso nos ha marcado a todos. Era, como en estas ocasiones suele ocurrir, una tarde que no auguruaba nada especial pero en torno a la cual los goznes del Destino giraban con fuerza…
Extracto de la introducción de la novela The Day the Sun didn’t Rise, de la famosa periodista y escritora griega Mila K. Papadopoulos, nominada este año a múltiples premios por su vigorosa prosa y la magia de sus historias.