Cuentan las leyendas que, al principio de la civilización, tres grandes panteones surgieron en el mundo. En el oeste se alzaba el panteón maya, y en torno al Mediterráneo se alzaban los egipcios y los sumerios. Aunque muchos otros dioses ya existían, el tiempo de grandeza de helenos y chinos, aztecas y nórdicos, aún estaba por llegar y sus panteones ocupaban lugares menores en el Overworld.
De entre los tres originales, los mayas permanecían en buena medida al margen, pero de los choques entre egipcios y mesopotámicos surgieron leyendas, gestas e historia. Avanzó el arte, las técnicas de guerra, se creó la escritura, se descubrieron técnicas médicas, se araron campos y se crearon granjas. Y entre el Tigris y el Éufrates, la guía de los dioses de Dilmun creó una civilización sin rival. Nombres como Ishtar, Tiamat, Marduk, Nergal o Enkidnu pasarían así a ser el centro de un cosmos de gran riqueza y poder.
Pero los enfrentamientos entre los dioses llevaron a que estos finalmente decidiesen alejarse del mundo para evitar los peligros que suponía la intervención del Destino. Y el mundo quedó en mano de héroes y hombres. Mientras del otro lado del Mediterráneo florecía la cultura helénica, la historia mesopotámica se aproximaba a su final, sometida bajo el yugo de los persas primero, Alejandro Magno después, y tras ello muchos otros.
Hasta que, al final, la tierra de las esfinges, la escritura cuneiforme y las leyes sucumbió al mandato de Allah. Con el paso de ejércitos y fanáticos, de caballeros y mercaderes, la antigua fe cayó en el olvido. A medida que los antiguos edificios de adobe eran sustituidos por nuevas construcciones, los viejos dioses fueron siendo relegados a favor de la deidad del Islam. Donde antes se cantaban las alabanzas de Anu, el dios del cielo, se repitió un nuevo mantra: Allah es el único dios, y Mahoma su profeta.
Y los siglos siguieron discurriendo entre los dos ríos que otrora fueron el dominio de Enbilulu. Los edificios fueron olvidados, las antiguas leyendas con ellos, y los pocos restos que quedaban de Babilonia fueron saqueados por museos extranjeros. El cine, las novelas, el arte... todos prefirieron inclinarse por otras leyendas, pintando Afroditas naciendo de la espuma en lugar de los templos de Assur. Con ello, la fe de los mortales, desaparecida tras el dominio de Allah, se reunió con la imaginación de los mortales, seducida desde el renacimiento por leyendas de otros sitios. Y los dioses babilónicos pasaron hambre, y sed, en un jardín del edén que solo ellos conocían ya. Y con su lejanía y debilidad, su tierra se convirtió en el pasto de las guerras y los conflictos, el petróleo se convirtió en la única cosa de importancia y la sangre su moneda de cambio. Bajo el peso de la sharia la grandeza de otros tiempos fue odiada y destruida, y con ello el ocaso de los dioses se aproximó más. Hambrientos, débiles, destruidos, olvidados... incapaces eran de velar ya por su tierra, de luchar sus guerras, de inspirar a sus poetas y todo Oriente Medio cayó en el oscurantismo, convertido en una región donde otros poderes terrenales luchaban sus conflictos.
Fue bajo el peso del olvido cuando el mundo cambió para los dioses babilónicos. Puede que haya sido un cambio breve y repentino, o acaso fue un proceso paulatino que se produjo a través de los siglos, eso es imposible saberlo. Lo que cuentan las leyendas es que esto afectó profundamente a Gilgamesh, como a todos sus compañeros, pero este cambió su resolución. Quien en tiempos había sido el rey más famoso, se negó a aceptar su destino. Había nacido mortal y se había convertido en un dios igual en poder al resto, no aceptaría ser simplemente olvidado y destruido. Así que estudió, aprendió, meditó... cambió. Encontró una Verdad oscura y profunda y la abrazó con toda su esencia. Y, al hacerlo, donde una vez hubo un hombre que se había convertido en dios, quedó un titán. Una fuerza primordial, desatada de un Tártaro al que nunca había sido condenada.
Desvinculado de la fe y la imaginación de los mortales, Gilgamesh dejó de pasar hambre como sus compañeros. Y las miradas de estos cada vez fueron más acusadoras, hasta que Apsu, el gobernante de los dioses, ordenó a Gilgamesh que se presentase ante él. No había ira u odio en Apsu, solo curiosidad, pues claramente su compañero divino había encontrado un modo de restaurar su poder, un modo que acaso podría salvarlos a todos. Pero cuando Gilgamesh habló sobre su Verdad, solo encontró horror en la mirada del rey de los dioses.
Antaño, cuando el mundo apenas había empezado a ser mundo, los dioses habían marchado a la guerra contra los titanes. Los habían encarcelado en el Tártaro, y construido el Irkalla junto al resto de los Inframundos para contenerlos. Y ahora, Gilgamesh se había convertido en uno, de nuevo un titán caminaba por Dilmun y el mundo, y eso era intolerable. Mejor el hambre y la sed, que la negación de quienes eran y la reversión al reino de los titanes.
Apsu ordenó a Nanse, diosa de la justicia, que diese un paso al frente y ejecutase a Gilgamesh por haber cometido el mayor de los tabús, la mayor de las ilegalidades, la mayor de las injusticias, la mayor de las traiciones. Diligentemente, la hija de Enki se rodeó de sus armas de justicia, del conocimiento de las verdades que ocultan los sueños, y de su capacidad marcial y se enfrentó a Gilgamesh. Durante días batallaron, pero no fue un combate igualado, pues Nanse estaba débil y hambrienta y su rival poseía un poder que se acrecentaba a cada paso que aceptaba su Verdad. Finalmente, la diosa de la justicia fue derribada, su cabeza arrancada de un golpe salvaje, y su corazón devorado.
Escandalizado, Apsu ordenó a todos los dioses que destruyesen a Gilgamesh, pues no había paz posible. Erra, dios de la guerra, lideró la carga y la tierra de Dilmun se cubrió del icor de los dioses. Assur luchaba a su lado y juntos consiguieron arrinconar al titán, pero su debilidad era demasiado grande, y sus poderes débiles. Cuando más necesitaron la fe de la gente, el recuerdo y los sueños de los mortales, estos hacía mucho que los habían olvidado. Su sangre cayó sobre el suelo y este se ennegreció. Pero la espada de Gilgamesh no se detuvo con ellos, sino que su violencia se desató sobre Emesh, y con su muerte el desierto comenzó a entrar en Dilmun, ocupando el lugar de plantas y bosques. A Enmesarraa lo destruyó usando las propias tablas con la ley que el dios tanto guardaba, y con la destrucción de Anshar los cielos se fracturaron sobre los dioses.
Mientras la destrucción se desataba en el mundo de los dioses, Enki reunió a algunos de los dioses que quedaban para un pequeño concilio. El dios de la sabiduría sabía que no había mucho tiempo, pues aunque los dragones Mushussuu descendían con Tiamat y Marduk para enfrentarse a Gilgamesh, su derrota era inevitable. Así que Enki habló y sus palabras fueron de traición y salvación, pues a los dioses lo único que les restaba era la huida. Dilmun había caído, el desierto reclamaba los suelos arados, los sueños estaban descontrolados, y la luna pronto se precipitaría sobre el mundo cuando Nannar se uniese al combate. Nada podía parar a Gilgamesh, ningun dios ni criatura tenía el poder para hacerle frente ya, hambrientos y debilitados como estaban. Muchos escogerían morir de pie, orgullosos, luchando por sus tierras, pero otros debían ser sabios y abandonar Dilmun para siempre, un paraíso perdido como el que otrora Gilgamesh había buscado cuando apenas era un mortal.
Los que se atreviesen a dejar todo atrás, habló Enki, deberían huir al Irkalla, al terrible Inframundo, a donde Nergal los guiaría. Allí, junto con Ereskigal, deberían buscar una huida más lejos, forjar alianzas y encontrar un nuevo refugio, acaso en las tierras que ahora se llamaban Túnez, donde los dioses cartagineses aún compartían muchas de las facetas de los mesopotámicos. La guía de Baal les abriría esa puerta.
La oscuridad cayó sobre la reunión de dioses, mientras fuera vientos huracanados transportaban las arenas de un lado a otro, señal de que Enlil estaba desatando la furia de las tormentas sobre Gilgamesh. Sombríos, los dioses se miraron entre si, conocedores de que el fin de su mundo se acercaba inexorable.
Y aceptaron, claro que aceptaron. Los dioses son egoístas, veleidosos, volubles... y aunque muchos poseen una valentía sin sombras, otros aprecian su vida más que su deber o su honor. Así que marcharon con Nergal hasta la entrada que conectaba Irkalla con Dilmun, listos para descender físicamente a un Inframundo en el que ellos ya se sentían desde que se desató la ira de Gilgamesh.
Pero, mientras todos entraban, Ishtar se dio la vuelta y miró con una lágrima el mundo que tanto había amado. Y de su lágrima extrajo fuerza, y de su fuerza sabiduría y poder. Como una meretriz, tejió el poder de la seducción; como una amante, acarició el poder de la sumisión y la dominación; como una diosa, ató ambas cosas y sedujo y dominó al mundo. Mientras los demás la imploraban que diese la vuelta y descendiese con ellos al Inframundo, al encuentro de su hermana Ereskigal, Ishtar hacía oídos sordos. Muchos enfrentamientos había tenido en el pasado con Gilgamesh, y no estaba dispuesta a dejarle vencer. Así que sometió al mundo como había sometido a leones y caballos en el pasado, tal y como Gilgamesh le había echado en cara; y con Dilmun mismo embelesado por ella le exigió un regalo de amante, una obediencia de sumiso, una entrega de prostituto: él mismo.
Ishtar desató su poder y el mundo de los dioses inclinó la cabeza ante ella. Con el tronar de los cielos y la tierra, con el quejido de los vientos y la ebullición de las aguas, el mundo entero cayó de los cielos hacia la tierra de los mortales. Se desgajó del resto de reinos de dioses, como una fruta madura que cae en las manos de una pareja de amantes. Y, en el medio de la niebla, del aullido de los vientos que transportaban las arenas, del choque de la luna contra la tierra, Ishtar se dio la vuelta y descendió al inframundo, para siempre separada de su hogar.
Solo una lágrima dejó atrás.
De lo que ocurrió a los dioses en el Inframundo y más allá, otras leyendas dan cuenta, apropiadas para contar otra noche. Esta es la noche que nos lleva a recordar la destrucción de Dilmun, el modo en que las arenas sepultaron templos y palacios, creando un eterno mar de dunas protegidas por los voraces guerreros que Gilgamesh había desatado contra los dioses. Como entre las dunas aún se elevan ruinas de tiempos gloriosos, y en ocasiones hasta fragmentos de la luna se pueden encontrar si se sabe dónde buscar. Y cómo, para siempre, el traidor convertido en titán quedó encerrado en su propia prisión, separado para siempre de los cielos donde habitan los dioses, y de la tierra donde habitan los hombres. Eternamente a solas, a oscuras, en el centro de su antigua pirámide, olvidada y asediada por las arenas y la destrucción.
De entre los tres originales, los mayas permanecían en buena medida al margen, pero de los choques entre egipcios y mesopotámicos surgieron leyendas, gestas e historia. Avanzó el arte, las técnicas de guerra, se creó la escritura, se descubrieron técnicas médicas, se araron campos y se crearon granjas. Y entre el Tigris y el Éufrates, la guía de los dioses de Dilmun creó una civilización sin rival. Nombres como Ishtar, Tiamat, Marduk, Nergal o Enkidnu pasarían así a ser el centro de un cosmos de gran riqueza y poder.
Pero los enfrentamientos entre los dioses llevaron a que estos finalmente decidiesen alejarse del mundo para evitar los peligros que suponía la intervención del Destino. Y el mundo quedó en mano de héroes y hombres. Mientras del otro lado del Mediterráneo florecía la cultura helénica, la historia mesopotámica se aproximaba a su final, sometida bajo el yugo de los persas primero, Alejandro Magno después, y tras ello muchos otros.
Hasta que, al final, la tierra de las esfinges, la escritura cuneiforme y las leyes sucumbió al mandato de Allah. Con el paso de ejércitos y fanáticos, de caballeros y mercaderes, la antigua fe cayó en el olvido. A medida que los antiguos edificios de adobe eran sustituidos por nuevas construcciones, los viejos dioses fueron siendo relegados a favor de la deidad del Islam. Donde antes se cantaban las alabanzas de Anu, el dios del cielo, se repitió un nuevo mantra: Allah es el único dios, y Mahoma su profeta.
Y los siglos siguieron discurriendo entre los dos ríos que otrora fueron el dominio de Enbilulu. Los edificios fueron olvidados, las antiguas leyendas con ellos, y los pocos restos que quedaban de Babilonia fueron saqueados por museos extranjeros. El cine, las novelas, el arte... todos prefirieron inclinarse por otras leyendas, pintando Afroditas naciendo de la espuma en lugar de los templos de Assur. Con ello, la fe de los mortales, desaparecida tras el dominio de Allah, se reunió con la imaginación de los mortales, seducida desde el renacimiento por leyendas de otros sitios. Y los dioses babilónicos pasaron hambre, y sed, en un jardín del edén que solo ellos conocían ya. Y con su lejanía y debilidad, su tierra se convirtió en el pasto de las guerras y los conflictos, el petróleo se convirtió en la única cosa de importancia y la sangre su moneda de cambio. Bajo el peso de la sharia la grandeza de otros tiempos fue odiada y destruida, y con ello el ocaso de los dioses se aproximó más. Hambrientos, débiles, destruidos, olvidados... incapaces eran de velar ya por su tierra, de luchar sus guerras, de inspirar a sus poetas y todo Oriente Medio cayó en el oscurantismo, convertido en una región donde otros poderes terrenales luchaban sus conflictos.
Fue bajo el peso del olvido cuando el mundo cambió para los dioses babilónicos. Puede que haya sido un cambio breve y repentino, o acaso fue un proceso paulatino que se produjo a través de los siglos, eso es imposible saberlo. Lo que cuentan las leyendas es que esto afectó profundamente a Gilgamesh, como a todos sus compañeros, pero este cambió su resolución. Quien en tiempos había sido el rey más famoso, se negó a aceptar su destino. Había nacido mortal y se había convertido en un dios igual en poder al resto, no aceptaría ser simplemente olvidado y destruido. Así que estudió, aprendió, meditó... cambió. Encontró una Verdad oscura y profunda y la abrazó con toda su esencia. Y, al hacerlo, donde una vez hubo un hombre que se había convertido en dios, quedó un titán. Una fuerza primordial, desatada de un Tártaro al que nunca había sido condenada.
Desvinculado de la fe y la imaginación de los mortales, Gilgamesh dejó de pasar hambre como sus compañeros. Y las miradas de estos cada vez fueron más acusadoras, hasta que Apsu, el gobernante de los dioses, ordenó a Gilgamesh que se presentase ante él. No había ira u odio en Apsu, solo curiosidad, pues claramente su compañero divino había encontrado un modo de restaurar su poder, un modo que acaso podría salvarlos a todos. Pero cuando Gilgamesh habló sobre su Verdad, solo encontró horror en la mirada del rey de los dioses.
Antaño, cuando el mundo apenas había empezado a ser mundo, los dioses habían marchado a la guerra contra los titanes. Los habían encarcelado en el Tártaro, y construido el Irkalla junto al resto de los Inframundos para contenerlos. Y ahora, Gilgamesh se había convertido en uno, de nuevo un titán caminaba por Dilmun y el mundo, y eso era intolerable. Mejor el hambre y la sed, que la negación de quienes eran y la reversión al reino de los titanes.
Apsu ordenó a Nanse, diosa de la justicia, que diese un paso al frente y ejecutase a Gilgamesh por haber cometido el mayor de los tabús, la mayor de las ilegalidades, la mayor de las injusticias, la mayor de las traiciones. Diligentemente, la hija de Enki se rodeó de sus armas de justicia, del conocimiento de las verdades que ocultan los sueños, y de su capacidad marcial y se enfrentó a Gilgamesh. Durante días batallaron, pero no fue un combate igualado, pues Nanse estaba débil y hambrienta y su rival poseía un poder que se acrecentaba a cada paso que aceptaba su Verdad. Finalmente, la diosa de la justicia fue derribada, su cabeza arrancada de un golpe salvaje, y su corazón devorado.
Escandalizado, Apsu ordenó a todos los dioses que destruyesen a Gilgamesh, pues no había paz posible. Erra, dios de la guerra, lideró la carga y la tierra de Dilmun se cubrió del icor de los dioses. Assur luchaba a su lado y juntos consiguieron arrinconar al titán, pero su debilidad era demasiado grande, y sus poderes débiles. Cuando más necesitaron la fe de la gente, el recuerdo y los sueños de los mortales, estos hacía mucho que los habían olvidado. Su sangre cayó sobre el suelo y este se ennegreció. Pero la espada de Gilgamesh no se detuvo con ellos, sino que su violencia se desató sobre Emesh, y con su muerte el desierto comenzó a entrar en Dilmun, ocupando el lugar de plantas y bosques. A Enmesarraa lo destruyó usando las propias tablas con la ley que el dios tanto guardaba, y con la destrucción de Anshar los cielos se fracturaron sobre los dioses.
Mientras la destrucción se desataba en el mundo de los dioses, Enki reunió a algunos de los dioses que quedaban para un pequeño concilio. El dios de la sabiduría sabía que no había mucho tiempo, pues aunque los dragones Mushussuu descendían con Tiamat y Marduk para enfrentarse a Gilgamesh, su derrota era inevitable. Así que Enki habló y sus palabras fueron de traición y salvación, pues a los dioses lo único que les restaba era la huida. Dilmun había caído, el desierto reclamaba los suelos arados, los sueños estaban descontrolados, y la luna pronto se precipitaría sobre el mundo cuando Nannar se uniese al combate. Nada podía parar a Gilgamesh, ningun dios ni criatura tenía el poder para hacerle frente ya, hambrientos y debilitados como estaban. Muchos escogerían morir de pie, orgullosos, luchando por sus tierras, pero otros debían ser sabios y abandonar Dilmun para siempre, un paraíso perdido como el que otrora Gilgamesh había buscado cuando apenas era un mortal.
Los que se atreviesen a dejar todo atrás, habló Enki, deberían huir al Irkalla, al terrible Inframundo, a donde Nergal los guiaría. Allí, junto con Ereskigal, deberían buscar una huida más lejos, forjar alianzas y encontrar un nuevo refugio, acaso en las tierras que ahora se llamaban Túnez, donde los dioses cartagineses aún compartían muchas de las facetas de los mesopotámicos. La guía de Baal les abriría esa puerta.
La oscuridad cayó sobre la reunión de dioses, mientras fuera vientos huracanados transportaban las arenas de un lado a otro, señal de que Enlil estaba desatando la furia de las tormentas sobre Gilgamesh. Sombríos, los dioses se miraron entre si, conocedores de que el fin de su mundo se acercaba inexorable.
Y aceptaron, claro que aceptaron. Los dioses son egoístas, veleidosos, volubles... y aunque muchos poseen una valentía sin sombras, otros aprecian su vida más que su deber o su honor. Así que marcharon con Nergal hasta la entrada que conectaba Irkalla con Dilmun, listos para descender físicamente a un Inframundo en el que ellos ya se sentían desde que se desató la ira de Gilgamesh.
Pero, mientras todos entraban, Ishtar se dio la vuelta y miró con una lágrima el mundo que tanto había amado. Y de su lágrima extrajo fuerza, y de su fuerza sabiduría y poder. Como una meretriz, tejió el poder de la seducción; como una amante, acarició el poder de la sumisión y la dominación; como una diosa, ató ambas cosas y sedujo y dominó al mundo. Mientras los demás la imploraban que diese la vuelta y descendiese con ellos al Inframundo, al encuentro de su hermana Ereskigal, Ishtar hacía oídos sordos. Muchos enfrentamientos había tenido en el pasado con Gilgamesh, y no estaba dispuesta a dejarle vencer. Así que sometió al mundo como había sometido a leones y caballos en el pasado, tal y como Gilgamesh le había echado en cara; y con Dilmun mismo embelesado por ella le exigió un regalo de amante, una obediencia de sumiso, una entrega de prostituto: él mismo.
Ishtar desató su poder y el mundo de los dioses inclinó la cabeza ante ella. Con el tronar de los cielos y la tierra, con el quejido de los vientos y la ebullición de las aguas, el mundo entero cayó de los cielos hacia la tierra de los mortales. Se desgajó del resto de reinos de dioses, como una fruta madura que cae en las manos de una pareja de amantes. Y, en el medio de la niebla, del aullido de los vientos que transportaban las arenas, del choque de la luna contra la tierra, Ishtar se dio la vuelta y descendió al inframundo, para siempre separada de su hogar.
Solo una lágrima dejó atrás.
De lo que ocurrió a los dioses en el Inframundo y más allá, otras leyendas dan cuenta, apropiadas para contar otra noche. Esta es la noche que nos lleva a recordar la destrucción de Dilmun, el modo en que las arenas sepultaron templos y palacios, creando un eterno mar de dunas protegidas por los voraces guerreros que Gilgamesh había desatado contra los dioses. Como entre las dunas aún se elevan ruinas de tiempos gloriosos, y en ocasiones hasta fragmentos de la luna se pueden encontrar si se sabe dónde buscar. Y cómo, para siempre, el traidor convertido en titán quedó encerrado en su propia prisión, separado para siempre de los cielos donde habitan los dioses, y de la tierra donde habitan los hombres. Eternamente a solas, a oscuras, en el centro de su antigua pirámide, olvidada y asediada por las arenas y la destrucción.
Así cayeron los que una vez fueron reyes de los dioses, poderosos entre poderosos, señores de la creación.
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